En un remoto poblado del desierto de Arizona viven aislados 60 enfermos hipersensibles a los contaminantes
Cuando las tormentas del desierto le permiten abrir la ventana, Jennyfer ve a lo lejos montones de cactus, chumberas y yucas. Más allá, donde la vista casi no alcanza, el Lago Seco, las Montañas Blancas, el parque nacional del Bosque Petrificado y macizos rocosos imponentes arañados por los vientos. Cerca de 300.000 km2 de tierra árida, inviernos suaves, veranos de infierno y aire puro, muy puro. ¡Esto es Arizona, baby!
De vecinos, Jennyfer, nacida en Valladolid, España, tiene a una exejecutiva de Silicon Valley, un broker de Chicago, un bombero de Nueva York... Todos ellos viviendo en medio de la nada. Con lo mínimo. Sesenta personas que eligieron el autodestierro para poder sobrevivir. Le llaman comunidad terapéutica de Snowflake, un lazareto al revés. Ellos no contagian a nadie. Al contrario. Es la vida moderna, con sus pesticidas, su aire sucio, sus pegamentos, sus perfumes y un sinfín más de químicos industriales, la que los ha envenenado hasta la enfermedad y los obliga al aislamiento.
Azucena García levanta el teléfono a la sexta llamada.
-¿Hola, quién es...?- pregunta una voz apagada al otro lado del Atlántico.
Ni se imagina que el Mundo la ha localizado en pleno desierto, a más de 9.000 kilómetros de Madrid. Cambia el tono, se alegra, bendice el detalle.
-Vengo de lavar la ropa en casa de una vecina -dice ya más animada-. No podemos tener ni lavadora. Jenny, ahora, tampoco puede estar cerca de aparatos eléctricos. No lo resiste. Le dan vértigos y mareos, se fatiga mucho...
Jennyfer Sausa, la hija de Azucena, es un caso extremo. Tiene grado 4, el nivel más agudo de sensibilidad química múltiple (SQM). La sufre desde los 17 años (ya cumple 27). Escondida. Huyendo de un lado para otro con su madre para al menos poder respirar. Primero por media España viajando las dos en un viejo Fiat mientras buscaban un lugar sano. Ahora por el interior salvaje de EE.UU., allí donde los western de verdad.
-Lo que peor se lleva es no tener más a mano las cosas...
-¿A qué se refiere?
-A la comida, por ejemplo. Aquí todos están muy enfermos. Igual que Jenny, no pueden comer lo que los demás comemos ni siquiera beber el agua embotellada. Su organismo está tan sensible que cualquiera de estas personas podría morir, explica.
Va para nueve meses que "la niña burbuja" olvidada y su madre emprendieron, con ayuda de El Mundo y la Fundación Adecco, el vuelo a Dallas, Texas, EE.UU. Su destino de curación era el Environmental Health, referencia mundial en el tratamiento de la sensibilidad química múltiple. Habían recorrido cerca de 10.000 kilómetros. Y de ahí a Arizona.
-Tuvimos que salir corriendo de la ciudad en un todoterreno que nos prestaron, cuenta Azucena.
Otra huida. Otro destino. No se le ocurrió otra cosa al dueño del apartamento que habían alquilado que ponerse a pintar en otra vivienda suya cercana. Y Jenny, claro, no lo soportó.
"Yo sabía, por Internet, que existía un poblado de estos enfermos en Arizona, se lo comenté por teléfono al doctor William Rea, quien trataba a mi hija, y para allá nos fuimos sin mirar atrás". Cargaron las medicinas básicas y la comida en el Toyota pick up y pusieron rumbo al desierto de Arizona. Dos días conduciendo por carreteras y caminos de arena. "Como lo hacían las viejas caravanas de colonos". Al llegar: "la primera sensación que tuvimos era de que el tiempo se había detenido", recuerda Azucena, 45 años.
Snowflake (Copo de nieve, lo bautizaron los primeros colonos, allá por 1878, por las nevadas que de vez en cuando caen en invierno) alberga a sus afueras la única comunidad en el mundo de afectados por SQM. Unos 60 vecinos, entre mujeres y hombres. Todos se ayudan. Como Bill, un bombero de Nueva York, quien se trasladó allí en 1990 tras descubrirse que su esposa había desarrollado sensibilidad química. Ahora Bill ayuda a algún vecino a construir su casa sin tóxicos.
Jenny es la más joven y la última en llegar a esta tierra "de curación".
-Mamá, aquí sí respiro- fue lo primero que le dijo a su madre cuando, tras recorrer más de 1.400 km desde Dallas, por fin llegaron a las puertas de Snowflake, antaño territorio único de apaches y navajos.
Su casa, de planta baja, tiene las paredes forradas de metal, igual que el tejado. Se la alquilaron a la familia de una enferma fallecida. Los tabiques interiores están recubiertos con pinturas orgánicas y los suelos son de cerámica. Nada en la casa que desprenda partículas sintéticas de origen industrial. Ni olor. Es la ley en Snowflake.
Bruce McCreary, 65 años, es uno de los voluntarios de ese lazareto. Llegó a principios de los 90. Trabajaba como ingeniero en una fábrica de aviones, en Mesa, una ciudad mediana de Arizona. El contacto con productos químicos destruyó sus defensas. Hoy, más recuperado, ayuda a otros vecinos a construir sus nuevas casas sin plásticos ni colas ni barnices. "En ello nos va la vida a todos", justifica.
Otros, como Kathy Hemenway, una exejecutiva del Silicon Valley, California, han optado por tunear su hogar. Las corrientes eléctricas, además de los químicos industriales, le dan náuseas y siente un cansancio extremo. Así que Kathy se ha blindado contra las ondas electromagnéticas. La nevera, por ejemplo, se desconecta mediante un detector de movimiento cada vez que se acerca a la cocina. Otro vecino ha metido el televisor en una especie de embudo de metal, de más de dos metros de largo, a través del cual ve las imágenes, manteniéndose así alejado de la pantalla y de los componentes electrónicos.
Sin saber unos de los otros, quienes llegan a Snowflake cargan con historias casi calcadas a la de Jennyfer. Como la del agente inmobiliario Gary Gumbel, de 54 años, un broker de Chicago a quien los pesticidas esparcidos por las afueras de la ciudad, donde vivía, arruinaron tanto su salud que tenía que estar enchufado día y noche a una bomba de oxígeno. O Susan Molloy, 56 años y también enferma, a quien se le atribuye la fundación de este poblado tan especial en 1994: "Tengo suerte, ahora estoy más sana que algunas personas".
-¿Y Jenny? ¿Se recupera?
-Al no tener contaminantes cerca, va mejor. Vino con 41 kilos y ahora pesa 52.
-Estando a dos días de viaje de Dallas, apenas podrá ver el médico a su hija. ¿Cómo se arreglan?
-A distancia- dice Azucena-. Todas las semanas el doctor Rea me llama por teléfono. Y si Jenny necesita atención, la llevo a un médico que está a dos horas de aquí y conoce la historia.
Ninguna de las "mujeres burbuja" de Snowflake -mayoría en el lugar- podrá jamás regresar a su ciudad. Jenny, la primera. Como ella, llevan en la sangre veneno de pesticidas, conservantes, mercurio... No pueden usar champús, ni suavizantes, ni pasta de dientes. Ni siquiera vestir ropa normal, pisar una moqueta o simplemente pasear entre la gente corriente.
-Aquí vive un chico, de unos 30 y tantos, que anda desnudo -cuenta Azucena- porque su piel ya no soporta el contacto con la ropa. Lleva mucho tiempo sin salir de casa. Tampoco hay para elegir. La ausencia absoluta de distracción es lo que más echan en falta los vecinos de Snowflake. Ni un café adaptado, ni un cine, ni una pista de deporte, ni siquiera un lugar de reunión donde matar la horas charlando o jugando a las cartas. Aquí cada enfermo vive intramuros. Con el ancho desierto por horizonte.
Jenny le pidió que nos hiciera llegar unas palabras; ella no puede escribir, es alérgica a las ondas electromagnéticas del ordenador y al papel.
-Diles, mamá, que soy la prueba viva de un mundo irracional y peligroso. Que somos las víctimas ocultadas de esa comida insana, de tantos productos que enferman pero llenan las teles y las revistas de anuncios. Y diles, que no esperemos a que las leyes prohíban lo que nos está matando. Cambiemos cada uno nuestra forma de vida...
-¿Volverán a España?
-De momento, este es un viaje sin retorno. EL MUNDO
Paco Rego n Madrid
http://expreso.ec/expreso/plantillas/nota.aspx?idart=3060109&idcat=19308&tipo=2
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