Publicado por Centro de Colaboraciones Solidarias el 17/03/2012 en Ciencia y Tecnología
Según la OMS, al menos una de cada cuatro muertes prematuras en el mundo fue debida a causas medioambientales. Este porcentaje aumentó a un tercio en menores de 14 años. La Agencia Medioambiental Europea, por su parte, estima que entre el 5 y el 10% de los DALYs perdidos (Disability Adjusted Life Years: suma de los años potenciales de vida perdidos por muerte prematura la mortalidad y los años de vida productiva perdidos por discapacidad) son debidos a este grupo de causas.
No nos hallamos ante una nueva epidemia; apenas empezamos a conocer la magnitud del impacto del medioambiente sobre la salud.
Los organismos gubernamentales establecen con cautela relaciones causales entre un grupo de muertes y una causa atribuible a la actividad humana, sabedores del conflicto de intereses que sus recomendaciones suponen entre el desarrollo económico de los países y la salud. Si de algo pecan los informes es de ser excesivamente conservadores en sus conclusiones.
El abanico de causas medioambientales de enfermedad y muerte cada día se hace más amplio: aire, agua, alimentos, entornos de trabajo… todos pueden llegar a ser nuestro verdugo silencioso si no se toman las medidas adecuadas. Por ejemplo, las sustancias más peligrosas que contaminan el aire, responsables de cánceres y enfermedades cardiovasculares y respiratorias, tienen fuentes comunes, y se encuentran a menudo en interiores, con niveles de concentración preocupantes para la salud. Por otra parte, los mares interiores y los grandes ríos continentales ya tienen en sus peces de mayor tamaño niveles de metales pesados venenosos para el ser humano, consecuencia de siglos de vertidos incontrolados. Esto ha obligado a algunos sistemas de salud como el español a recomendar que se evite el consumo de determinados pescados a embarazadas y niños menores pequeños por el riesgo de envenenamiento por mercurio.
Podríamos añadir, uno tras otro, el resto de lentos y eficaces asesinos contratados por nuestro demencial estilo de vida y cuyas armas cargamos a diario con un consumismo que contamina ríos, tala bosques, esquilma recursos y acumula montañas de desechos en aire, mar y tierra en todo el mundo –aunque con una perversa querencia por los países más desfavorecidos-. Los vertidos mineros de La Oroya, que han condicionado que el 95% de los niños peruanos tengan niveles de plomo en sangre que triplican los recomendados por la OMS; o la ciudad de Dzerzhinsk, con el triste record de ser la más contaminada químicamente de la tierra y una tasa de mortalidad que supera en un 260% la de natalidad; o la ciudad con el aire más irrespirable del planeta, la china Linfen; o Chernobil y Fukushima, con sus más de 100.000 muertos la primera, y un número por determinar la segunda, monumentos a la inconsciencia humana, cuyo incómodo silencio –que habrá de durar siglos- resulta un clamor mucho más poderoso que el parloteo sobre las bondades de la energía nuclear.
No es la naturaleza quien tiene un problema, sino nosotros y el resto de la humanidad. Ningún onanismo mental sobre nuestra pretendida superioridad como especie puede hacernos olvidar que la vida estaba aquí antes que nosotros, y seguirá estándolo después de que nos extingamos, si nos empeñamos en conseguirlo. Ni el eje de la tierra o la intensidad de las tormentas solares pueden cambiarse, pero sí somos responsables de la política de transporte, el consumo de combustibles fósiles o los vertidos de la industria. Podemos comprar y comprar y comprar, o reducir, reutilizar, y reciclar.
De lo que usted y yo hagamos, comamos, compremos, votemos, exijamos, permitamos y toleremos, dependerá la salud de todos nosotros, y el futuro de nuestros hijos. Que jamás nos puedan recriminar que, habiendo podido tanto, nos hubiéramos atrevido a tan poco.
Teodoro Martínez Arán
Médico