lunes, 22 de noviembre de 2010

UNA ENFERMEDAD DE GENTE SENSIBLE

UNA ENFERMEDAD DE GENTE SENSIBLE

Adrián Martínez
Para que os hagáis una idea: salgo a la calle con una mascarilla de carbón activado. Y cosas tan livianas para los demás como el olor del suavizante o una colonia me pueden desencadenar una crisis de insuficiencia respiratoria (y en todo caso siempre me produce sintomatología, normalmente asociada al sistema nervioso central como vértigos, mareos, migrañas, pérdida de orientación y dificultad para hablar y pensar, aparte de alteraciones en la menstruación, extrema fatiga, pintitas y ronchas, confusión mental, estómago revuelto, malestar general, tripa hinchada y mucho más que te hace la vida muy, pero que muy difícil).

Por lo mismo, me es imposible oler tabaco, productos de limpieza -sobre todo lejías y amoníacos-, lacas, tintas de las letras de periódicos, revistas y folletos, la mayoría del papel -sobre todo si es reciclado porque lleva más componentes químicos que el normal- tubos de escape y un larguísimo etcétera.

Por recomendación médica llevo ésta mascarilla y además necesito productos ecológicos de aseo personal y de limpieza del hogar, comida ecológica, agua mineral. No hacerlo así me supone un gran empeoramiento o una nueva crisis. Me afectan los pesticidas de la comida, el cloro del agua, los conservantes y colorantes, la comida en lata
".

Quien esto escribe es María José -44 años, madrileña- en su blog "mi-estrella-de-mar-blogspot.com", creado para explicarle al mundo en qué consiste la enfermedad que ella misma padece: el síndrome de Sensibilidad Química Múltiple (SQM), una enfermedad tan poco declarada y diagnosticada, como mal tratada, pero padecida por miles de españoles. Por no ir más lejos unos cinco millones, un 12% de la población. Sin embargo, no se asusten, sólo unos 300.000 lo padecen de forma severa, y aún menos de la forma descrita por esta mujer.

Repito, no se preocupen, al ritmo actual tarde o temprano todos seremos afectados. De algo hay que morir, claro, aunque algunos prefiramos hacerlo -cuando toque-, con toda la salud.

Otra cosa es qué hacer con ese cúmulo de ciudadanos que están padeciendo ya dichas manifestaciones como resultado de la exposición a productos químicos, que incluyen -a veces al mismo tiempo- trastornos respiratorios, dolor torácico, abdominal, muscular y articular, cefaleas, mialgias, náuseas, etc. Todos ellos experimentados bajo una intensidad que puede ser importante, y que en demasiados casos les lleva a pasar por un calvario de diagnóstico sesgado cuya implementación depende del tipo de médico diagnosticador y de su arsenal terapéutico -también sesgado-, o a veces -pocas- por un buen diagnostico pero con un tratamiento todavía no consensuado.

Es frecuente que el bay-pass obligado que da la ignorancia y la inercia haga que algunos pacientes, muchos, terminen siendo diagnosticados de cualquier trastorno mental.

La historia de María José no es desde luego única. Su enfermedad se inscribe dentro de un conjunto de patologías complejas conocidas como "enfermedades ambientales emergentes" que son causadas por el uso o abuso de sustancias tóxicas presentes de forma ubicua y de uso cotidiano.

Más de 90.000 sustancias químicas están presentes en los productos que consumimos de forma habitual formando parte de lo que comemos y de lo que bebemos -lo que respiramos ya no se sabe lo que es-, muchas de las cuales están produciendo patologías que, sin llegar al extremo referido por esta mujer, nos dañan simplemente porque, cuando el cuerpo ha recibido más carga tóxica de la que puede soportar, reacciona. Y a veces, y con entrenamiento previo, con virulencia.

La mayoría de esas sustancias cotidianas nunca fueron suficientemente testadas antes de que ocupasen un lugar en nuestras vidas, en nuestros hogares, en nuestros lugares de trabajo, en nuestra alimentación, en nuestra aguas de consumo (véase el caso del plomo) y en nuestro medio ambiente (véase el caso del mercurio), por lo que su alcance en la salud del planeta -cotidiano e individual-, es un misterio que empieza a desvelarse.

Contaminantes que en la mayoría de ocasiones no tienen sabor ni olor y ni siquiera se encuentran en concentraciones altas pero que constituyen un peligro real y cierto, a poco que sea la dosis reiteradamente consumida. Tan cierto como que están mermando nuestra calidad de vida, relacionándose silenciosa y subrepticiamente, y ante la mirada de un sistema sanitario ciego y lento y regido por ciegos y lentos, con efectos tales como la infertilidad, malformaciones congénitas, trastornos del aprendizaje, alteraciones tiroideas, enfermedades endocrinas, inmunodepresión, fatiga crónica, fibromialgia, hipersensibilidad química, alteraciones epigenéticas y cambios en la expresión genética, cánceres, diabetes y enfermedades degenerativas como Parkinson y Alzheimer, entre otras.

Mientras,
una gran mayoría de médicos sigue ignorando, tal vez asombrados e impotentes ante lo abigarrado de los síntomas que muchos de sus pacientes presentan, que una buena parte de estos síntomas se deben a la intoxicación medioambiental que soportamos.

Y sin formación ni diagnóstico no hay posibilidad de curación. Solo de medicación sintomática y absurda cuando no de derivación hacia el psicólogo o el psiquiatra, cuando en realidad estas afecciones representan un nuevo paradigma de la enfermedad.

La realidad es que detrás de muchos afectados de toda edad y condición soportando estas patologías -incluso detrás de algunos problemas de comportamiento o hiperactividad que tantos niños presentan- lo que hay son productos químicos tóxicos persistentes que envenenan el organismo, especialmente el sistema nervioso central.

Sustancias y tecnologías -por poner algún ejemplo- como el mercurio, el aluminio, al amianto, el bisfenol A y otros disruptores endocrinos, el dimetilfumarato, el plomo, el cloro, pesticidas, herbicidas, formaldehídos, triclosanes, plaguicidas, aditivos, edulcorantes, colorantes, potenciadores del sabor, hasta llegar a centenares de miles
sin olvidarnos de las radiaciones electromagnéticas de baja frecuencia -móviles, antenas, estaciones base de telefonía móvil, trasformadores y líneas eléctricas de alta tensión y Wi-Fis-.

Todos ellos ocuparían unas cuantas sesiones del Congreso y unas cuantas más del Ministerio de Sanidad y añadidos.

Dense prisa médicos y autoridades, a veces un dolor de cabeza crónico no necesita un analgésico sino pararse a pensar si ese paciente está en su trabajo ocho horas diarias al lado de una fotocopiadora o de un ordenador, o de si duerme en una habitación recién pintada o en un barrio en el que se acaba de fumigar.

No demos más palos de ciego en forma de patada farmacológica, que para eso sí que estamos -a la clase médica me refiero- muy sensibilizados.


Fuente: Información.es (13/11/10)

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